dimarts, 16 de març del 2010

WRITINGS & LECTURES – 03

Aquest article va ser publicat en català a la revista “Montserrat, Butlletí del Santuari” núm. 72, agost 2005, pp. 33-39. No he pogut resistir la temptació d’introduir-hi esmenes i precisions en aquest text en castellà.


Notas y recuerdos sobre el “San Benito, joven de Subiaco”,
de Montserrat Gudiol


En octubre de 1978 empecé a ejercer el cargo, que todavía ostento, de director del Museo de Montserrat, pero en aquellos tiempos este oficio no era nada determinante. El cargo que por aquel entonces ocupaba mi tiempo y absorbía la mayor parte de mis energías era el de secretario del abad Cassià María Just, que ostenté entre agosto de 1978 y octubre de 1983. ¡Todo un récord! ¡Nadie había aguantado tanto tiempo en ese cargo que implicaba un fuerte desgaste justamente al lado del abad, filtrando temas y asuntos, ejecutando sus decisiones y dando la cara en situaciones especiales en las que era conveniente no implicar personalmente al abad! Pasé momentos muy difíciles, pero también aprendí mucho. Junto al abad Cassià viví los momentos políticos más difíciles de la transición democrática, y también la visita del Papa Juan Pablo a Montserrat. ¡Una epopeya! El hecho de simultanear los dos cargos, de secretario y de director del Museo y celador del patrimonio artístico de la casa, tenía también sus ventajas ya que mi acceso al abad era continuo y podía comunicarle fácilmente las necesidades de carácter artístico que surgían referentes al patrimonio de Montserrat y las iniciativas que se me ocurrían para incrementarlo y mejorarlo.


El XV Centenario de San Benito

En 1980 los benedictinos del mundo entero celebramos el XV centenario del nacimiento de San Benito, y como en todos los monasterios también en Montserrat se creó una comisión para programar actos y festejos y se solicitaron propuestas y proyectos. Aproveché la ocasión para lanzar uno de gran calado con el convencimiento de que no pasaría, ya que el ambiente general de la casa era alérgico a todo lo que pudiera sonar a boato y triunfalismo. En los años inmediatamente posteriores al Concilio, quiero decir desde mediados de los sesenta a los setenta, se generó un afán iconoclasta de limpieza y de hacer tabula rasa de todo lo preconciliar y decidieron liquidar toda una serie de altares laterales de la basílica a los que se les consideró de nulo valor artístico. No tenían ninguna utilidad, se decía, ya que se habían suprimido las misas privadas en los múltiples altares, para privilegiar la misa conventual concelebrada de cada día. Lo malo fue que esos altares no sólo fueron desmontados, sino destruidos, despedazados y dispersados. Cuando presenté mi propuesta, los autores o fautores de aquella gesta estaban todavía en su apogeo y yo, que a pesar de mis cargos era todavía un monje junior, debía proceder con sumo cuidado.

Todavía no se había atrevido nadie en aquella primera embestida a desmontar el altar de San Benito, ya que no se podía privar a una iglesia benedictina del altar al santo fundador. Mi propuesta consistía en substituirlo por una obra artística contemporánea de mayor calidad, pero el altar antiguo no se debía destruir, sino simplemente trasladarlo exactamente a la tribuna que se halla justamente encima de su capilla lateral. Este retablo de madera tallada y dorada, había sido ejecutado en 1886 en el taller de los Escardó (C/ Bou de la Plaça Nova, 8), según la traza del arquitecto Villar Lozano, y la imagen del titular no era escultura sino óleo sobre tela de Ramón Padró y Pedret (1848-1915), una pintura a todas luces convencional. Consideré que su reemplazamiento podía constituir una mejora evidente. En 1976 Josep María Subirachs ya había ejecutado una intervención de arte moderno y de notoria cualidad, digna de figurar en las antologías, en la Capilla del Santísimo de la basílica de Montserrat; ahora se trataba de realizar una segunda de igual nivel. ¿Lo lograría? No era fácil, pero valía la pena intentarlo.


Montserrat Gudiol como baza única

Desde el primer momento que concebí la idea, siempre pensé que la única pintura que podría entonar con la obra de Subirachs y con lo que yo consideraba apropiado para el tema era la de Montserrat Gudiol, a quien no conocía personalmente, pero sí que había visto y admirado sus obras en la Sala Gaspar de la calle Consell de Cent antes de entrar yo en el Monasterio. Entre los autores figurativos, era la que más me llamaba la atención por la delicadeza de su línea, la sobriedad y la atmósfera de recogido silencio que envolvía a sus figuras. Me recordaba a Luis de Morales, pero también tenía algo de los retratistas flamencos del XV y XVI y del Picasso de la época azul. ¡Bueno, esto es ya casi un tópico cuando se habla de la pintura de la Gudiol!

Elaboré un dossier a base de fotocopias y fotografías en color sacadas de catálogos de la artista y copié su currículum. En él hacía especial hincapié en el cuadro de San Jordi que Montserrat Gudiol había pintado para la Diputación de Barcelona a petición de Joan-Antoni Samaranch, cuando era presidente de ella. Samaranch era un buen amigo de Montserrat y yo estaba convencido de que su aval en caso de necesidad podría serme útil. En mi dossier de presentación yo afirmaba que el San Benito de Montserrat podría constituir el pendant del Sant Jordi de la Diputación. Mi propuesta debió tratarse en la comisión del centenario y posiblemente se dijo algo de ella en el Consejo de Decanos del Monasterio, pero nunca se me dio una respuesta ni afirmativa ni negativa. El abad me dijo que hablara de este tema con el mayordomo y que miráramos las posibilidades reales que había para realizar ese proyecto; una salida muy prudente, ya que nadie quería atraparse los dedos, pero seguramente era lo mejor que podía sucederme atendiendo a las circunstancias.

Recuerdo que unos meses más tarde, cuando me hallaba enfrascado hasta el cuello en este asunto, empezaron a llegar a Montserrat estampas y programas de lo que preparaban en otros monasterios españoles y extranjeros en vistas al Centenario de San Benito. La imágenes del santo que presentabas o eran reproducciones antiguas en el mejor de los casos, o se trataba de creaciones horribles hechas por autores desconocidos a la manera enfática de superproducción holywoodiana, refritos de mural mexicano o de gestas patrióticas a lo Vázquez Díaz, o lo que era peor, estampitas devotas de lo más cursi y adocenado, como si nos halláramos en los años cincuenta y en los ambientes más desinformados del arte y de la modernidad. Era lo que daba el “arte sacro” en aquellos días. Lo que yo tenía in mente se hallaba en las antípodas de todo lo que se hacía en los monasterios que optaron por hacer algo figurativo, porque los monasterios franceses de Encalcat y de La Pierre-qui-vire, con muy buen criterio, se abstuvieron de impulsar una figuración nueva de San Benito. Yo habría hecho lo mismo en caso de no hallarme ya embarcado en aquella aventura.

Con los ojos cerrados yo imaginaba en trazos generales cómo tendría que ser el San Benito de Montserrat, análogo al Sant Jordi de Barcelona; si la artista establece en éste un juego de rojo sobre rojo, en el de Montserrat debía predominar el negro sobre negro; si el Sant Jordi es todo fuerza y movimiento, nuestro San Benito debía respirar silencio y quietud, con el aplomo clásico de un kourós griego, pero transformado en un romano, con la típica cara imberbe de los retratos, como el del joven Marco Aurelio del Museo Capitolino de Roma. Este era mi sueño. Se lo comenté al abad Cassià e hice verle la diferencia entre lo que habían hecho en otros monasterios y lo que nosotros podíamos hacer y le insistí que iconográficamente tenía que ser diferente de lo que ya teníamos y de lo que se solía hacer y así crear una aportación a la iconografía de San Benito. Difícilmente podríamos superar la imagen que nos esculpió Josep Clarà en 1946 para plasmar la figura solemne y al mismo tiempo cercana y amable de nuestro santo legislador, sentado, en actitud docente y esbozando una leve sonrisa. Ya que Montserrat forma parte de la Congregación Benedictina de Subiaco, podríamos partir del tradicional tema Sanctus Benedictus Puer Sublacensis, pero en vez de subrayar el ayuno o la milagrosa alimentación del joven eremita de Subiaco, podíamos representarlo en momento decisivo de dejar atrás su vida en la decadente Roma para emprender la aventura de vivir sólo para Dios. Al abad Cassià le pareció bien la idea, pero me advirtió de la conveniencia de ver algunos bocetos previos, cosa que era muy natural.

El primer contacto con la pintora nos lo proporcionó el restaurador Marçal Barrachina, que organizó una cena en su casa a la que asistimos Montserrat Gudiol, el P. Jordi Molas como Sacristán Mayor de la basílica y yo. Expusimos la propuesta a la artista y le aseguramos que, si se realizaba dicha pintura, sería sin duda la más vista y conocida de toda su producción artística, habida cuenta de que todo el mundo que va a besar a la Virgen de Montserrat tendría que pasar antes por delante del cuadro de San Benito. Estábamos hablando de casi dos millones de personas anualmente. Montserrat Gudiol nos miraba asombrada y nos manifestó su temor. Ella siempre había hecho pintura de caballete, pero las dimensiones del cuadro de que hablábamos eran las propias de la pintura mural y se encontraba ante un reto de gran envergadura. Nos manifestó que era el encargo de mayor empeño que había recibido y que, aunque le hacía mucha ilusión, no sabía si tendría suficientes fuerzas hacerlo de manera satisfactoria. Yo notaba que le brillaban los ojos de ilusión y no dudé de que entre nosotros se había establecido una complicidad que prometía que el proyecto se llevaría a cabo.

Ya en este primer contacto, para que la artista fuera imaginando y pensando en el proyecto, le expliqué ya sumariamente la iconografía de San Benito Puer Sublacensis, vestido de negro con la cogulla de anchas mangas como es el hábito de coro de los monjes benedictinos. Le referí también los símbolos, algo surrealistas, que a veces acompañan a la figura y que la identifican de acuerdo con la iconografía tradicional derivada de la vida y milagros del santo: un cuervo con un pan, una copa que se rompe llena de vino emponzoñado, un cestillo de comida que lleva atada una campanilla. Montserrat me miraba asustada. Jamás ella pintaría este tipo de adminículos. Aquello eran anécdotas que distraen la atención que debe cifrarse en la figura solitaria del protagonista. Ella jamás pintaba anécdotas. Le advertí que la iconografía de un santo no puede limitarse a una simple figura y un cartel que diga quién es, precisa algo más que le identifique, y le sugerí que le añadiera una pequeña cruz de palo a modo de pectoral colgada del cuello y que sostuviera en las manos el libro de la Regla de los monasterios del que es autor. Esto ya le gustó más.

Ya entonces Montserrat nos consultó si teníamos algún inconveniente en que se sirviera de su hijo Jordi como modelo, pues tenía diecisiete años y a ella le facilitaría enormemente el trabajo, y hasta nos dio la talla para que le proporcionáramos el hábito que debía endosarse.

A pesar de los intentos del P. Jordi Molas, no hubo manera de que nos concretara el precio ni siquiera de modo aproximado. La artista nos decía que eso no dependía de ella y que se debía calcular el precio del soporte de madera que ordinariamente le suministraban los talleres de carpintería de las escuelas salesianas de Sarriá, según creo recordar.


La cosa económica

El Sacristán Mayor intentó por todos los medios orientar hacia este proyecto los donativos que pudieran hacer las romerías, asegurándoles que sus nombres figurarían en el listado de patrocinadores junto al gran cuadro. El resultado fue decepcionante; la gente prefería ofrecer una placa de plata o metal elaborada en sus lugares de origen, aunque no tuviera ninguna utilidad posterior, a desembolsar las 50.000 pesetas para sufragar colectivamente una obra que pasaría a la historia. El P. Mayordomo, que entonces era el P. Alcuí Serra, nos advirtió que el Monasterio solamente podría colaborar con la mano de obra para el desmontaje del antiguo retablo y para el montaje del nuevo, pero que de ningún modo podíamos contar con ningún desembolso para pagar el cuadro. No olvidemos que nos hallábamos en los años de la crisis del petróleo y que la economía del Monasterio se hallaba muy resentida por las circunstancias. Quienes más se animaron por este proyecto fueron los Oblatos benedictinos del Monasterio, que entre ellos hicieron una colecta que constituyó la principal aportación para sufragar la obra.

En estas circunstancias llamé por teléfono al galerista Joan Gaspar, todavía en la calle Diputación de Barcelona, ya que Montserrat Gudiol estaba vinculada a su galería, a fin de conocer, ni que fuera de manera indicativa, lo que nos podía costar el cuadro de la pintora. Sugirió una cantidad que oscilaría entre los seis millones de pesetas y me quedé helado como el mármol. Seguramente el cuadro valía eso y mucho más, pero superaba tres veces la cifra más alta que habíamos imaginado. Lo cierto era que con el dinero de las ofrendas jamás llegaríamos a dicha cantidad. El P. Jordi Molas me dijo que ya que había sido yo quien había armado el tinglado, me tocaba a mí desmontarlo.

Me armé de valor y telefoneé a Montserrat Gudiol para explicarle que la cantidad de dinero que nos había indicado era muy superior a la que habíamos imaginado de modo que jamás podríamos pagarla; por tanto debíamos anular el encargo. Montserrat me respondió cuánto le dolía que se suspendiese ese proyecto por motivos puramente económicos, puesto que ella lo tenía ya muy pensado y había puesto mucha ilusión en esta obra. Me explicó también que su padre, el conocido experto en arte Josep Gudiol i Ricart, le había comentado que nunca tendría otra oportunidad de un encargo de tanta envergadura, por tanto ella misma hablaría con los hermanos Gaspar para hallar una solución.

Al cabo de un tiempo Montserrat me llamó por teléfono para comunicarme que creía que las cosas se habían solucionado. Había hablado con los Gaspar y les había convencido de que la importancia del encargo compensaba las ganancias que podían derivarse. Los Gaspar solamente pedían que la obra fuera expuesta en su Galería, junto con los proyectos preparatorios, durante unas semanas antes de su traslado definitivo a Montserrat. Las partidas que nosotros debíamos asumir se reducían a los materiales, el soporte de madera, la pintura, los traslados y la instalación. Montserrat no nos cobraría su trabajo, pero naturalmente no quería perder dinero.

Cuando le expliqué la nueva situación al abad Cassià me dijo que no podíamos defraudar a la pintora ni a Juan Gaspar, que había llevado el caso de manera muy personal y que debíamos sacar adelante este proyecto. Lo primero que precisábamos era una resolución aprobatoria del Consejo de Decanos del monasterio para lo que tuve que redactar un informe muy detallado que todavía conservo. El Consejo dio su aprobación y seguidamente pude comunicar a Montserrat Gudiol que el encargo quedaba en firme en los términos que ella me había sugerido. Le pregunté el coste aproximado de los materiales y ella me indicó una cifra que oscilaría entre las 60.000 y las 700.000 ptas.


La idea va tomando forma

La primera entrevista de Montserrat Gudiol con el abad Gassià tuvo lugar, según consta en mi agenda, el sábado 17 de Febrero de 1979, a las 5 de la tarde. Creo que subió sola, al menos no recuerdo que en la conversación tenida en el recibidor del abad terciara otra persona. Montserrat expuso lo que tenía pensado pero lo que mayormente le interesaba era obtener una cogulla para una persona de 1.75 m. de altura, que el sastre H. Martí Sas le proporcionó inmediatamente. A la pintora le gustó muchísimo y nos confesó que era más bonita y más amplia de lo que ella había imaginado. Recuerdo que el abad le dijo que San Benito en su Regla no prescribe ni la forma ni el color del hábito, sino que solamente indica que los monjes utilicen la ropa que es común en el país donde habitan. Montserrat se quedó desconcertada e intervine inmediatamente para declarar que la tradición ha fijado el color negro como el propio del hábito benedictino y que, si se alteraba el color o la forma, difícilmente reconocería nadie a San Benito en la figura pintada. También deseaba disponer de más información iconográfica y nos pidió algún libro para inspirarse más a fondo. Inmediatamente el abad me mandó que le proporcionara un ejemplar del libro Los Diálogos de Gregorio Magno que narra la vida de San Benito, editado en Montserrat con unas preciosas xilografías de Ricart. A Montserrat le gustó muchísimo el obsequio y el P. abad dio la visita por terminada. Entonces me quedé solo con la pintora.

La artista se hallaba satisfecha pero perpleja; no sabía por dónde empezar. Las ilustraciones de Ricart, en vez de ayudarla, la despistaban y el texto era demasiado largo y prolijo. Recuerdo que con un lápiz le marqué tres o cuatro frases del primer capítulo y le dije que las considerara a fondo y que seguramente con eso tendría bastante. Le subrayé Fuit vir vitae venerabilis (Érase una vez un hombre de vida venerable). Le expliqué que para nosotros San Benito era un ejemplo de un hombre íntegro e integral, y que las palabras latinas vir (varón) y virtus (virtud) tienen la misma raíz. Tendrá que ser, por tanto, un hombre con gran fuerza interior. Montserrat asentía, pero me preguntó: “Lo que no acabo de entender es cómo se puede expresar en pintura “un hombre de vida venerable”. Le respondí: “Que sea un hombre al que te gustaría conocer a fondo, porque le admiras y con el que te gustaría trabar amistad”. - ¡Ahora sí!- respondió Montserrat, pensando seguramente en su hijo Jordi.

Otra frase que le subrayé y que le impresionó fue retraxit pedem (retiró el pie), pero me la entendió al revés. El sentido textual es que el santo que de joven avanzaba por la vía del éxito, lo echó todo por la borda y se retiró a la soledad. Montserrat se fijó sólo en el pie y lo convirtió en punto base de todo el equilibrio de la figura, pero no para echarse atrás, sino que lo enfatizó en actitud de avanzar pisando decididamente una roca.

Otro párrafo que le indiqué y que ella comprendió y asimiló al punto fue aquella expresión que en realidad envuelve a toda la figura y la llena de sentido: Tunc ad locum dilectae solitudinis rediit et solus in superni spectatoris oculis habitavit secum (Entonces, volviendo al lugar de su amada soledad, absolutamente solo bajo la mirada del Celestial Espectador, habitó consigo mismo). Le expliqué que San Benito y los monjes que le seguimos e imitamos, amamos la soledad y cuando estamos solos, sabiendo que Dios nos mira, nos encontramos bien interiormente. ¡Qué importante es vivir en paz con uno mismo! Me dijo que esta idea le gustaba mucho y que coincidía plenamente con lo que ella pensaba pintar.

La llevé al interior del Monasterio para que viera la escultura de bronce de San Benito, que hizo Josep Clarà en 1946 y le comenté que aquel era un San Benito legislador, sentado como un magister o un praeceptor romano, sosteniendo sobre su muslo izquierdo la Regula Monasteriorum. Este era un San Benito en la madurez de su vida y de su misión. El que ella debía pintar era el de la etapa previa que constituía el núcleo y fundamento del San Benito legislador, que es el de Montecasino. El libro que debía llevar en las manos el San Benito de Subiaco no podía ser la Regla de los Monasterios, que todavía no había escrito, a no ser que hiciéramos un anacronismo simbólico, pero podía representar perfectamente el libro de la Lectio Divina, que es algo capital para la vida de un monje. Por tanto no sería tanto un libro para enseñar o para dar sino un libro para meditar y retener. De este libro, que no es otra cosa que la Sagrada Escritura, le viene al joven Benito toda la fuerza y energía. Montserrat me comentó que ella había pensado en este libro como único complemento de la figura con el fin de que ésta tuviera las manos recogidas y ocupadas de modo que la composición resultara más limpia, y que la importancia que podíamos dar a este libro le iba de mil maravillas. Montserrat vio todavía otro cuadro de San Benito que se halla en el piso principal del Monasterio y que es una buena copia del de Ricci, del siglo XVII, pero no le sugirió nada y consideró que era mejor prescindir de la iconografía tradicional. En aquella visita que duró más de dos horas se hizo ya una idea cabal de lo que podía hacerse y de lo que iba a hacer.








Una primera impresión

En primavera empezó el desmontaje del viejo retablo de 1886, que en toda su parte superior fue reconstruido en la tribuna superior. Cuando quedó la pared libre, Montserrat Gudiol quiso ver exactamente el lugar, la iluminación natural, los puntos de mira que tendría la obra, y sobre todo las medidas y la altura a la que debía colocarse. A tal efecto volvió a subir a Montserrat, según consta en mi agenda, el viernes 11 de mayo.

A mediados de Diciembre Montserrat volvió a dar señales de vida. Me comunicó que tenía acabado el boceto y que podíamos pasar a buscarlo para que lo vieran con calma el P. abad y la comunidad. Durante las fiestas de Navidad de 1979 hasta después de Reyes tuvimos expuesto en una de las dependencias abaciales este esbozo que en realidad era una obra perfectamente acabada, de 100 x 80 cm, las medidas con las que trabaja ordinariamente Montserrat. El cuadro que debía pintar para la basílica sería tres veces mayor. Naturalmente a unos les gustó mucho, a otros bastante pero con algunos reparos y a otros no les gustó nada. Es lo más normal y lo que cabía esperar. La crítica que hicieron los monjes referente a esta imagen, una crítica que ha sido persistente y que ha durado hasta hace muy pocos años, se cifraba en que al tomar como tema un San Benito casi adolescente y vestido con una túnica holgada, la figura podía resultar ambigua, ni hombre ni mujer. A mí personalmente me gustó muchísimo, y recuerdo este boceto como una obra todavía mejor que el cuadro definitivo. Las críticas que se hacían no eran de carácter artístico ni de fondo, sino más bien de psicosociología cultural, una apreciación que suele cambiar con el tiempo.

Me di cuenta inmediatamente de que Montserrat Gudiol había captado perfectamente los puntos que le había sugerido. No había acentuado la virilidad del Fuit vir, puesto que el modelo era un joven muy joven, al que idealizó y cambió el peinado para darle intemporalidad, pero aquel habitavit secum, el pie y la Lectio Divina eran preponderantes. El cuadro emanaba misterio y la figura vestida de negro salía del fondo negro suavemente, sin claroscuros barrocos, pero de una manera impactante, sin teatralidad, moderna. Era mucho más hermoso de lo que había imaginado. Sin embargo las objeciones de un sector importante de monjes persistían y recibí el encargo de sugerir a Montserrat que acentuara más la virilidad del joven.

Cuando devolvimos el cuadro boceto a la pintora, le explicamos los comentarios que había suscitado y le insinué si podría dar a la figura una musculatura más atlética que se intuyera bajo el vestido o una barba incipiente, o algo por el estilo. Montserrat frunció el ceño: -¡Ah, no, no; yo no le pongo barba ni bigote, éste es mi hijo Jordi que tiene diecisiete años como el San Benito de Subiaco del que me hablasteis. A mí me gusta así. Lo único que le haré será recortarle más el pelo, pero éste continuará casi blanco como está ahora, ni rubio ni moreno”. Yo me fui contento, pero al mismo tiempo temeroso, porque intuía que el San Benito de Montserrat Gudiol no entraría con buen pie en el gusto general de la comunidad.





La ejecución del cuadro y su presentación en Barcelona

En aquellos primeros meses de 1980 se murió la madre de la pintora. Esto es importante porque la artista pintó el cuadro del San Benito de Montserrat llevando el duelo por la madre y el pensamiento en la muerte y en lo que hay más allá de la muerte. Era una santa mujer, que se llamaba Providencia Corominas, asidua de los capuchinos de Pompeya, de la Diagonal de Barcelona, en cuya iglesia oficiamos la misa exequial. Este luctuoso acontecimiento estimuló a Montserrat a estilizar más la figura del joven San Benito y a darle un carácter más espiritual en detrimento de la sana anatomía que respiraba el boceto. Las manos se tornaron cadavéricas, sólo piel y huesos; la carnosidad tomó la tonalidad de la cera; de su hijo Jordi, sólo quedaba el maniquí, y la cara alargada y algo enjuta. Sin embargo lo que se perdió en carnalidad se ganó en intensidad espiritual.

No vimos el cuadro de Montserrat hasta el mismo momento de la inauguración en la exposición monotemática en la Sala Gaspar, el 7 de mayo de 1980 a las siete de la tarde. Además de nuestro gran cuadro, de 3 metros por 2, se presentaban los dibujos preparatorios y el boceto que ya habíamos visto en Montserrat. En la inauguración habló el P. abad Cassià. El Sr. Juan Gaspar estaba muy contento y nos aseguraba que se trataba de una obra cumbre de Montserrat Gudiol. Recuerdo también que el joven Gaspar Jr me explicó que el boceto estaba ya comprometido a un comprador y que los coleccionistas solicitaban réplicas o cuadros sobre el mismo o parecido asunto, ya que lo consideraban una obra maestra.


La inauguración en Montserrat

El P. Jordi Molas se había ocupado personalmente de dirigir la adecuación de la capilla lateral donde debía colocarse el cuadro de San Benito. Se cambió el pavimento y se la pintó y estucó tomando como pie forzado lo que se había hecho tres años antes en la capilla del Santísimo de Josep Maria Subirachs. Para que el cuadro tuviera un cierto carácter de retablo, como los que existen en las demás capillas laterales de la basílica, se le colocó no directamente en la pared, sino en una estructura de madera y apoyado en un bancal, todo tapizado de una tela mate de color oro viejo. Algunos meses más tarde, para protegerlo de las caricias de los curiosos, hubo que colocarle una pequeña baranda de forja, de diseño muy elegante, que era un trozo de la que había dispuesto en el presbiterio, como comulgatorio, el arquitecto Josep M. Pericas, allá por los años quince o veinte.

Esta inauguración tuvo lugar el 21 de junio de 1980, inmediatamente antes del rezo de las Vísperas. El P. abad Cassià se limitó a bendecir el cuadro, que se hallaba perfectamente iluminado y acompañado de una bonita y ajustada decoración floral. Estaban presentes Montserrat Gudiol, su familia y amigos y también una representación de los oblatos benedictinos del Monasterio. Tras el canto de las Vísperas y de la Salve Montserratina, la escolanía interpretó en honor del momento el exultante Himno de San Benito del P. Anselm Ferrer. Y acto seguido, en la Sala de Romerías de la portería del Monasterio se sirvió un refresco a los asistentes.




Los comentarios y la recepción del cuadro

La situación privilegiada en que se encuentra emplazada esta obra, ante la que desfilan más de dos millones de personas cada año, ha sido motivo de que se den comentarios de toda índole. El P. Jordi Molas hizo fijar un cartel en varios idiomas en el que además del nombre de la artista y de la fecha y ocasión de la ejecución pone como título de la obra: “San Benito joven llevando su Regla”.

La gente de misa que reconoce la imagen de San Benito por las estampas y medallas tradicionales puede quedar perpleja ante esta imagen que no les evoca las que ellos conocen. Recuerdo que hubo comentarios y hasta algunas protestas en este sentido. Sin embargo la figura algo fantasmagórica del santo producía a todo el mundo un notable impacto. Si estaba en una iglesia, aquella figura debía pertenecer a un santo.
También se oyeron algunos comentarios de la índole de los que habían formulado en un principio algunos monjes referentes a la indefinición sexual, pero el común de la gente no hizo demasiado problema sobre ello. También oí la consabida e insidiosa aseveración de que el cuadro podía ser bueno para un museo pero no para una iglesia, ya que no inspiraba devoción. No era cierto. Este cuadro impresionaba el sentimiento religioso tanto o más que los retablos que le anteceden, como el de San Martín montado a caballo o la figura enorme y desmañada de San José de Calasanz. Por aquellos años yo pasaba muchos ratos en el archivo del Monasterio recogiendo datos sobre el arte en Montserrat durante los siglos XIX y XX y enseguida me di cuenta de que se ventilaban los mismos argumentos que utilizaron los que poco o nada entendían de arte o los refractarios al arte moderno contra los hermanos Joan y Josep Llimona por sus intervenciones en la basílica en los albores del siglo XX. Yo me hallaba plenamente convencido de que el encargo y la realización del nuevo San Benito de Montserrat Gudiol era un acierto, porque si una obra de tema religioso tiene las cualidades estéticas para figurar en un Museo, sólo es cuestión de tiempo para que la gente se acostumbre a verla y, viéndola, su gusto irá cambiando. El tiempo siempre juega a favor de la obra de arte, si se trata de verdadero arte.

En 1980 todavía no conocía a mis amigos y consejeros Daniel Giralt-Miracle ni a José Corredor-Matheos, pero sí que hablaba a menudo con el amigo Francesc Fontbona. Fue éste quien me aseguró que una obra de Montserrat Gudiol de estas características siempre sería un hecho destacado en la cultura catalana y que Montserrat Gudiol, guste o no, constituía un capítulo obligado del arte catalán figurativo de nuestro siglo. Con este apoyo me sentí seguro y paré todos los intentos, que los hubo, de hacer retirar este cuadro.

He aquí otro hecho importante que creo digno de constatar. Mucha gente, creyente o no, que pasa por delante de este cuadro se quedan asombrados y se paran a leer el rótulo. Muchos de ellos se salen de la fila que conduce al camarín de la Virgen y miran esta figura con estupor dejándose imbuir de la fascinación que emana de ella. A pesar del cartel que avisa No photo, muchos admiradores disparaban sus cámaras. Hubo que hacer enseguida una edición de postales en Escudo de Oro, puesto que era una de las imágenes que los turistas y visitantes solicitaban en las tiendas de recuerdos, cosa que ha ido incrementándose a lo largo de estos treinta años.

La imagen de San Benito joven de Subiaco, de Montserrat Gudiol, actualmente se halla perfectamente aclimatada al conjunto de la basílica de Montserrat y las publicaciones turísticas o las referentes al patrimonio artístico de Montserrat que se han ido sucediendo no dejan de mencionar y reproducir esta pintura. Al arte moderno de calidad todavía le cuesta entrar en la iglesia, pero es este arte el que educa el gusto de la gente y poco a poco también influye en las mentalidades. Por suerte lo que vale, perdura, y lo que no, el tiempo mismo lo arrincona. En las tribunas de la basílica y en otros lugares se hallan retiradas imágenes y esculturas que el tiempo no ha logrado rehabilitar por ser, ya cuando se estrenaron, de poca calidad y bajo coste, sólo para cumplir un expediente o llenar un hueco. Por eso creo que en todo lo que se refiere al culto religioso y a nuestra basílica de Montserrat se precisa optar siempre por un arte de alta o altísima calidad, y creo que el San Benito de Montserrat Gudiol, del que acabo de explicar su gestación e historia, pertenece de lleno a esta índole.